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Apenas
despunta el amanecer. Se escucha el primer trinar de pájaros y, a lo lejos, los
sonidos incipientes de una ciudad que despierta. El aroma a café impregna la
casa. Una taza humeante y el cabello revuelto en sintonía de una gran bufanda. Un
último sorbo y me dirijo al mundo. La blanca helada hacía contraluz sobre todas
mis pisadas. A veces blanca, a veces gris, a veces frágil entre espacios de
silencio luminosos, formaba copos microscópicos inquietos amasados por el viento
en la ligereza del vacío. Descendía sobre mis manos cubiertas de lana, con toda
su luz y su insólita brevedad. No era nieve, era un glacial de ternura
evaporada que respiraba, una blancura traslúcida que solo podía ser obra de la magia.