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ETIQUETAS

La historia está llena de héroes que nunca llegaron a los libros, personas que lucharon por sus familias y que son recordados en sus casas porque ni siquiera en la puerta de al lado conocen su historia. Yo conocí a uno de esos héroes, lo conocí a la mitad de su vida, lo conocí en su retiro y en su mejor faceta, lo conocí sabio y con una fortaleza que derribaba paredes –si se lo proponía-, un ser que se ubicaba después del prójimo para cuidarte la espalda, un padre atento, un abuelo que predicaba con su ejemplo. Un soñador.   
Pero mi vida adulta, además de años me trajo ver que a aquel soñador se le escapaban los días entre los dedos, un ser incapaz de abrir los puños y desperdiciar los minutos pensando «qué hubiese pasado». No, él no se guardaba nada, y si lo hizo, fue por cordialidad. La letra con la que escribía sus días comenzaba a torcerse, por lo que sintió la necesidad de poner un punto y aparte. Se acercaba a esa parte de la vida en la que cada decisión construye un recuerdo en los demás, él era de recuerdos propios y de otros, vivía en ellos. El presente derruía los recuerdos que le impedían olvidar.
Sentado sobre la cama frente al espejo del armario de su habitación se quedó mirando sus manos como en un ejercicio improvisado de quiromancia, interpretando las señales, trayendo al presente cuántos objetos y texturas ha recorrido a lo largo de su vida.
No imaginaba su vejez y lo sorprendían sus arrugas, su cabello blanco, la revocación del registro de conducir. El presente se volvía cada día sin sentido, incomprensible para una mente tan joven que hasta parecían ridículas las dudas y las preocupaciones que se instalaban a su cabeza.
Los días pasaban y el aire se cortaba, cada respiración era una victoria robada, pero a pesar de ello, su pena más grande era que lo vieran así.
En su vida no había lugar para remordimientos, nunca le quitó minutos a las horas y horas a los días, él todavía era joven, joven para depender, joven para fracasar, para pensar que las decepciones fuesen definitivas, para rendirse sin agotar todas las posibilidades y para hacer aquel viaje a donde sea, para reír y compartir una vez más. En eso consistía el resto de su vida, a un sólo deseo como si su felicidad dependiera únicamente de conseguirlo.
Y así, cuando llegue el momento él ya se habría encargado de construir todo aquello que nada lo pudiera derrumbar.
Un último suspiro de alegría fue más fuerte que su corazón y se fue para ser eterno.
Parecía dormido, y como no queriendo interferir en su paz me despedí con un tenue beso en sus párpados, bendije el tiempo que habíamos pasado juntos y lo dejé volar.
Aún conservo las etiquetas que escribía el nombre de cada uno de sus nietos con algún recuerdo de sus viajes, no importaba lo que fuera sino lo importante que me hacía sentir esa etiqueta con mi nombre y su letra torcida.  

Abuelo.