Son las doce horas de un día laboral que
parece inacabable, llevo mi cuerpo vestido y mi cincuenta por ciento de cara
también, transitando el centro al reencuentro con unos clientes. Subo y bajo escaleras, hasta la calle, vamos
todos sincronizados a un reloj imaginario, que no marca horas, marca ritmos
cardíacos. Somos rápidos porque la cabeza nos dice que llegamos tarde, así que
obedecemos.
Cientos de semejantes se cruzan, unos corriendo, otros más despacio, hay tanta gente con planes, con prisa y precisión que apenas puedo moverme y todo se vuelve una lucha de pisotones en busca de espacio libre en un campo de batalla casi pegajoso.
Al cabo de un rato proseguimos la marcha de las botas, y llegamos a otro lugar donde se concentra el gentío. No entendemos nada hasta que el oído nos trasmite una vibración que nos impulsa a agitarnos. Esa vibración es música, un loquito con Seven days in sunny June de Jamiroquai en sus parlantes que parece encantarnos. La música es la única sensación que hace mover a los humanos, sin que la cabeza o el corazón se lo ordenen. Así que durante esos minutos mi mente armó una coreografía para coordinar con el resto de los miembros de la marcha de la obediencia, en un miércoles cualquiera, a las doce del mediodía, con las botas gastadas y al compás de la música como muestra de admiración y amor al universo.
Cientos de semejantes se cruzan, unos corriendo, otros más despacio, hay tanta gente con planes, con prisa y precisión que apenas puedo moverme y todo se vuelve una lucha de pisotones en busca de espacio libre en un campo de batalla casi pegajoso.
Al cabo de un rato proseguimos la marcha de las botas, y llegamos a otro lugar donde se concentra el gentío. No entendemos nada hasta que el oído nos trasmite una vibración que nos impulsa a agitarnos. Esa vibración es música, un loquito con Seven days in sunny June de Jamiroquai en sus parlantes que parece encantarnos. La música es la única sensación que hace mover a los humanos, sin que la cabeza o el corazón se lo ordenen. Así que durante esos minutos mi mente armó una coreografía para coordinar con el resto de los miembros de la marcha de la obediencia, en un miércoles cualquiera, a las doce del mediodía, con las botas gastadas y al compás de la música como muestra de admiración y amor al universo.