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No me sorprende que el tiempo me esté
pasando tan rápido, no me sorprende porque ya fui sorprendida aquella vez que la
encontré buscando carreras en la universidad, o cuando me vio llorando y
me abrazó diciendo –esto también va a pasar, mamá, y vamos a estar bien- cuando
nos miramos y entendemos al universo, o caminamos de la mano y su mano ya no es
tan pequeña, cuando siento que ahora soy yo la que está siendo cuidada.
La luz, su luz, ilumina un
futuro incierto con esperanza. Es ella o soy yo que me veo a través de los
siglos de los siglos? Escondo mis lágrimas, la observo y aprendo.
Cierro los ojos y respiro para
recordarme –una vez más- que todo esto es solo temporal.
No existe acto de amor más inmenso
que soltar.
Pero… ¿cómo se hace?
¿Qué es más grande que todo esto?
Ver que elijas diseñar tu propio destino,
sincronizándote con el universo, con absoluta confianza en lo que el cuerpo
humano, limitado, no puede ver, pero el alma libre, siempre.
¿Quién nos salva? Se nos da la
oportunidad, incluso, de elegir ser nosotros mismos.
Nos salva Dios y la sensación de las
emociones donde la expresión se libera del miedo, transformándose para formar
parte del todo, transformándose en esa energía que siempre regresa.
Mientras te observo hablando de tu
futuro, yo envejezco y me enamoro, siento que no podría estar en un mejor lugar
que al lado tuyo.
Quizás el premio sea el tesoro de
saber apreciar, agradecer y amar cada versión existente de nosotros mismos, en
infinitas direcciones, en cualquier realidad, como un espiral hipnotizante,
como una obra de Van Gogh.