Caminando por esos caminos que me encanta caminar -ya saben- mercado de pulgas, ferias vintage y anticuarios, esos caminos que hace que perderte por las calles de Buenos Aires se convierta en una epifanía.
Una casita con una puerta muy vieja aunque bien restaurada me invita a entrar, una voz de lejos pero cerca –eco- me informa que está cerrado, que regrese en media hora y… regresé.
El arte plasmado en cada pared, libros irradiando amor en cada estante y, la música… un piano fusionado con el eco que, me abrazaba en cada nota. De qué se trata este lugar? –pregunté, mientras flotaba- y la respuesta fue muy obvia, “hacemos arte”, es una casa familiar, pero vendo mis obras y al fondo tengo las cerámicas, ahora estoy trabajando con eso, si te gusta podés quedarte -sí, resulta que vengo del médico con no buenas noticias, necesitaba un lugar así o, mejor dicho, no sabía que lo necesitaba pero, quisiera quedarme un rato -no te asustes si me ves llorar, me emociono con facilidad-.
Quedate.
Siempre supe que los artistas debemos ser mensajeros de la realidad.
Y así fue como una incierta intuición me llevó a pensar dos realidades tan antagónicas como conocidas: que el libro de mi vida se está quedando sin páginas, que no tengo más tiempo para perder y por otro lado, pensar en olvidar los límites y dejar pasar el tiempo al ritmo que se me dan las oportunidades tan simples, las que me hacen verdaderamente feliz como, la de caminar por una calle cualquiera, pasar por una puerta y entrar a un submundo de satisfacción sensorial.
Quizá lo mejor sea dejar de pensar, pues el reloj no se detiene mientras le das vueltas a la cabeza.
Darme cuenta que, aunque no me quedara tiempo, siempre hay tiempo… para caminar.