Cuando
era apenas una niña y por circunstancias del destino me tocó pasar la mitad de mi
vida con mis abuelos, a pesar de los motivos de por qué llegué ahí, para mí fue
un privilegio. Recuerdo que solía pasar mucho tiempo en la huerta de mi abuelo,
ya sea para jugar con mis primos, para comer frutas de los árboles o simplemente para estar sola, bajo
esa gran sombra, ese olor a tierra mojada y paisaje de cuento que él mismo con
su infinita paciencia lo hacía posible. Sus manos estaban siempre ocupadas en algo, esas
mismas manos que trabajaron durante toda su vida, cansadas y consumidas
por los años. Al igual que su mirada, tan particular como una cicatriz en el
alma que brota por sus ojos, mezcla de nostalgia y placidez, tan llenos de
historias, quizás de aquellos años duros de más de una pérdida,
quizás de algo demasiado hermoso que no se puede explicar. Ahora que estoy
mirando hacia atrás, a los años que pasamos juntos y que me hacen regresar a
esos días que atesoro en el alma, pienso que tal como ayer sigo
maravillándome cuando te veo. Saber –aún en la distancia- que estás bien, que
al igual a aquellos días te ponés la ropa y los zapatos para la tierra, buscás
tus herramientas y comenzás un nuevo día. Trabajando.
Recuerdo
aquel ritual de cada domingo cuando se sacaba la mesa al patio y se compartía
el almuerzo con toda la familia, y aunque sos un hombre de palabras justas y
necesarias, siempre quedaba un pedazo de historia por contar, algunas
exageradas que nos sacaban carcajadas y recuerdos de su vida que me parecían
tan lejanas: los viajes con la abuela, las noches interminables en la seccional, la familia, la falta, la abundancia… el orgullo por el trabajo digno,
el sacrificio. Sabias enseñanzas, siempre guiadas por el ejemplo, el
vivo, el tuyo. Es como leer un libro de cuentos, de un tirón, sin
ilustraciones –como me gustan a mí-. Recuerdo que para Navidad o Reyes, ponías
en práctica a tu niño interior y hacías de las tuyas para jugarnos una broma,
escondiendo o intercambiando los juguetes de tus nietos, y bastaba ver tus ojos
chispeantes para adivinar que tenías el alma de un niño que sólo pensaba
en cuál sería su siguiente travesura, hoy ese niño sigue ahí cuando te escucho
conversar con tus bisnietos, tenés un amor inmenso.
Las
sagradas vacaciones con toda la familia, y tu espíritu aventurero, el viaje
por ejemplo, apretados en un Falcon y ese olor a playa que gritaba libertad.
Nunca
vi manos tan limpias y tan dignas, mamá dice que cuando eran niñas, eras
al mismo tiempo un hombre duro en la disciplina y amoroso en tu trato hacia
ellas. Ese amor lo extendiste hasta tus nietos, que hoy se lo transmitimos a
nuestros hijos, tus bisnietos.
No
te das una idea lo que fuiste capaz de sembrar toda tu vida, como ser humano
honesto y congruente, padre, abuelo y amigo, con tus palabras llenas de
sabiduría y experiencia que tu blanca y canchera cabellera lo refleja y que nos
da seguridad y ese espíritu siempre joven que nos hace sentir en
confianza. Abuelo…
si tus manos pudieran hablar, dirían Gracias.